
Yo no hablo. Pero siento. Y quisiera no sentir y a veces para los que no queremos sentir, el castigo es sentir más que los demás… y quisiera no ver y a veces para los que no queremos ver el castigo es ver más que los demás…. Y no oír y oímos, ya sabes… más que los demás.
Siento como el plomo la ropa nueva, un abrazo no esperado, un apretón de mano estrujante, una silla incómoda. Siento las miradas, los dedos que me señalan, la exasperación de quien no sabe qué hacer conmigo.
Veo las luces centellantes que me ciegan, la lámpara del salón que parpadea horas y horas, veo tus ojos obligando la mirada de los míos y duele, aunque no lo creas, duele. Veo la soledad, veo la ansiedad, veo la incertidumbre con más frecuencia de lo que la ves tú.
Oigo el murmullo de los otros “es el raro”, “es el tonto”, “mira ahí viene, pobrecito”. Oigo las risas, las burlas. Oigo cuando no crees en mí.
Yo no hablo. Pero sería bueno que supieran que siento, veo y oigo todo lo que sucede a mi alrededor. Porque eso hace el autismo: volvernos sensibles a un mundo que nunca ha sido sensible con quienes somos diferentes. Mucho más cuando toman ventaja de mi silencio, de mi forma de sentir, ver y oír.