
Las evaluaciones. Esas entrevistas de colegios o instituciones donde cuentas por enésima vez la historia de tu hijo para poder acceder a una oportunidad de intervención. Nunca la cuentas igual y siempre sabes quién merece o no conocer más detalles. Suelen ser impersonales, algunas hasta invasivas. Pocas han resultado cordiales pero entre las que pueda contar así suelen ser las que abren puertas.
No me agrada que mi hijo esté presente pero a veces es inevitable y eso condiciona, no quieres decir algo inapropiado frente a quien merece el mayor de los respetos: el protagonista de la historia.
En esta última valoración algo extraño sucedió.
Me pregunté, ¿Por qué de nuevo en estas? ¿Qué broma del destino nos tenía de nuevo frente a cinco desconocidos escudriñando nuestras vidas? Los entrevistadores siempre jóvenes recién egresados, en este caso, casi de la misma generación de mi hijo. Recordé no se cuántos folios dejados en diferentes sitios, seguramente perdidos en el fondo de un anaquel o en el mejor de los casos parte del proyecto de un estudiante de pedagogía.
Sebastián se sentó a mi lado muy tranquilo —Inusualmente tranquilo para la situación—. Esta vez mientras respondía a preguntas y soltaba el rollo, mi atención se centró en mi hijo y no me interesó más divagar entre tristezas y luchas. Esta vez mi narración se fue hacia lo bueno, lo vital, lo único, lo increíble que es mi hijo mientras acariciaba su castaño cabello sin dejar de verlo.
Ya saliendo del sitio me pidieron volver a entrar, tenía que repetir la historia pero esta vez a otra profesional!!! lo peor fue que lo hice condicionada por el informe que me obliga este exótico sistema de salud. (la versión más comprimida que pude dar) Ese día odié las evaluaciones. Finalmente hacia la puerta…
Y de nuevo una voz: «No olvide pagar antes de salir». Sentí que deberían haberle pagado a mi hijo y a mí. Pero en este planeta es así, te cobran por contar tu historia.